Cueva de la Morera

De Huelvapedia
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Bases del concurso


“Entre los mejores recuerdos que habitan en mi mente, están los de mi niñez. Una época en la que el escenario rural y serrano era propicio para todo tipo de aventuras. Una etapa de mi vida en la que la camaradería y la amistad favorecida por este ambiente de pueblo, llegaba hasta límites insospechados. Una serie de recuerdos que merece la pena evocar...”

LA CUEVA DE LA MORERA
“A mis amigos de la infancia que siguen siéndolo también hoy”


Aquel día desperté temprano, pues no podía dormir. Miguel, aventurero y atrevido, me había hablado de la Cueva de la Morera -una cavidad natural que esta a 3 kms de Aroche-: “Mañana iremos a explorarla e intentaremos llegar hasta el castillo”, me dijo la noche anterior. Y yo, lleno de ansiedad y con los bolsillos repletos de cerillas, intentando irme de mi casa cuanto antes y con las prisas del momento me tuve que retrasar a causa de mis padres. Llegué sofocado y un poco tarde al encuentro -ya pasado el carril de la portilla y cercanos al chabucón-. Allí estaban los tres: El mencionado Miguel, Pauli y Sergio.

Aquel sendero de aventuras nos llevó justamente hasta donde hoy la telefonía y sus torres han impuesto su fortaleza. Pasamos entre la maleza y saltando no se cuantos riscos -abundantes por esos cabezos- llegamos hasta la entrada. Cavidad bien disimulada por el entorno y apetecible para nuestro afán de conquista. No era la primera vez que llegábamos hasta ahí, el miedo hacía que cruzásemos las miradas desconfiando hasta de nuestras sombras. Miguel hacía las veces de espeleólogo y nos decía que esa no era la cueva, estábamos ante el chabucón, un agujero oscuro y profundo donde lanzábamos piedras y podía escucharse en el fondo el sonido del agua. A pocos pasos de allí se encontraba nuestro objetivo, intrigante y hermosa para nuestros ojos, no sin temor mirábamos alrededor como si alguien pudiese vernos y nos hiciera desistir de algo que no tenía vuelta atrás. Aquello suponía una hazaña y creo que a día de hoy a ninguno de los cuatro se nos ha olvidado. Nos adentramos en un lugar inhóspito, se oía el eco ampliado de las gotas de agua chapoteando: Una música de fondo para el murmullo que escapaba de nuestras bocas, que no sé todavía por qué razón hablábamos en voz baja. Los ojos se nos desorbitaban en busca de un halo de luz, pero seguíamos avanzando, reptando con nuestros cuerpos entre los difíciles pasillos y estrecheces que aquel recorrido nos ofrecía. Nadie retrocedía ante el temor de quedar como un cobardica. Treinta pasos mas adelante divisamos un muro, donde parecía posarse un imaginativo prohibido el paso. Un muro de piedras, donde la mano del hombre había tapado aquello concienzudamente. Una linterna -con las pilas ya agotadas- y las cerillas eran la única luz que nos acompañaba -nuestra “logística” era muy limitada- Así fueron apagándose una tras otra, y no por falta de oxígeno: El pulso nos traicionaba hasta el límite de no poder ni encenderlas. A oscuras y con la tensión apareciendo en nuestros pulsos llegaron los traicioneros nervios, mas bien diría miedo, mucho miedo.

El tiempo se detuvo convirtiéndose en una eternidad, en la oscuridad y con las prisas no encontrábamos la salida. Aquella leyenda que nos habían relatado sobre un pasadizo que llegaba hasta la puerta de la Reina del castillo -entrada original del recinto, siglos X - XI- se desvaneció en un plis-plas. Las ilusiones y los sueños de llegar hasta la fortaleza a través de las entrañas de la tierra se dieron de bruces con la triste realidad. Tuvimos que dar la vuelta para salir lo antes posible y en esas hubo algún que otro pisotón afanados en largarnos de allí. Para colmo de males, cerca había una cantera de mármol en la cual estaban barrenando, y cuando la dinamita bramó, creíamos que el techo se nos venía encima. Empezaron a surgir los gritos de auxilio, las lágrimas, los improperios y empezamos a echar de menos a nuestras queridas y lejanas “mamaítas”. Hasta el orín hizo acto de presencia en algún pantalón. Miguel, el más entero en esa situación, no cejó en su empeño de buscar entre las grietas hasta que gritó: ¡luz! ¡luz! A partir de ahí la desbandada fue general. Ya en la puerta de entrada, con las piernas aún temblorosas, hubiésemos deseado tapar con una roca su cavidad, pero desistimos por la falta de medios y atrevimiento.

En nuestra retirada, los jaguarzos, jaras, madroñeras, lentiscos y otras malas yerbas no eran más que un campo de margaritas para nosotros. Una última mirada hacia atrás, pensando que habría más visitas. Después del susto y un poco repuestos, empezamos a pensar en la próxima expedición.

Ya carril abajo, se repetía el ritual de nuestras aventuras, soñando cuevas y laberintos que nos llevasen a minas y tesoros escondidos.

En el llano de la corredera, por fin nos sentimos tranquilos. Impacientes por contar a nuestros amigos esa experiencia tan amarga y a la vez tan inesperada que nos había deparado una vez más el destino. ¿Cómo contar a todos ellos que la leyenda del pasillo subterráneo no era cierta? ¡Mayúscula decepción se iban a llevar! Pero era lo que habíamos visto y así habría que contarlo. A la historia le dimos el énfasis que mejor se nos ocurrió y por supuesto le dimos la importancia al echo de estar encerrados más de media hora y a oscuras. Nuestras mentes quisieron dignificar lo mejor posible una valentía que no existió, al final, como casi siempre; exageramos la realidad y en vez de ser media hora se hablaba de una hora, en fin un tremendo alboroto entre la recua de zagales que nos miraban atónitos por lo sucedido y algún que otro chiquillo nos envidiaba por no haber sido partícipe de tan importante gesta. Los días siguientes en la escuela las preguntas se sucedían y lo de menos era lo que el maestro intentaba explicar en aquellos momentos. A partir de ahí, pocas veces aparecimos por la Cueva de la Morera, cambiamos de estrategia y con otros compañeros volvimos a las andadas.

Cerca de la calle Torre Alta, nos habían hablado de que por allí estaba abandonada una mina de manganeso. Efectivamente, indagamos hasta que dimos con un barranco donde tenía pinta de todo menos de una mina, para nosotros nada era lo que realmente era. Antonio, Nicolás, Miguel y el que suscribe, con unas herramientas en lamentable estado, empezamos a escarbar la tierra sin adelantar un palmo. Aquello fue un fracaso. Pero no desistimos en nuestro empeño y en el Alto de los Méndez -un poco más abajo- encontramos una “cañá” que por el efecto del agua caliza tenía en sus paredes algo parecido a las estalagmitas de una gruta. ¡Gran descubrimiento! La primera vez que la vimos nos pareció que lo de la NASA se quedaba corto para nosotros. Lo guardaríamos en secreto no fuera a ser que alguien nos estropeara el invento. Pasamos mucho tiempo dándole vueltas a unos cinco metros de longitud por dos de alto y asustando a unos cuantos de murciélagos que pernoctaban por allí y haciendo batidas con una carabina de plomillos alborotando a los pobrecillos. Un día se presentó el dueño de aquel terreno y nos “expropió” nuestra querida gruta.

El llano de la mina era nuestro siguiente objetivo, sin que se llegase a concretar, ya que el aburrimiento podía más que aquellos Ali-babás sin sus cuarenta ladrones. Por mas que buscamos nunca encontramos nada. Tal fue el empeño que pusimos en el arte de la espeleología que creamos una organización para la causa, pero aquello se diluyó en el tiempo y nuestras ansias de aventuras dieron rienda suelta a otros quehaceres no menos peligrosos.

En un improvisado chozo al amparo de los vallaos, levantado con nuestras manos, nos reunimos para charlar con la tranquilidad y el atrevimiento de una edad inmadura, el silencio del entorno sólo se manifestaba a través del trino de los pajarillos locos de felicidad por ver un nuevo despertar frondoso y lleno de vida. Allí estábamos, ataviados con la mayor de las ilusiones y todavía sin los problemas propios que dejan los años y las arrugas. El olor a humedad aún no había desaparecido y en aquel ambiente de paz y sosiego, hablamos de nuestros primeros escarceos amorosos, nuestros primeros lances con la realidad, esa cruda e indigesta verdad que a veces nos llega muy pronto. El reloj siempre fue tan caprichoso que nunca paró sus agujas en aras de detener los recuerdos, nunca indagó en la memoria para apearse en el anden donde viajan los sueños, esos mágicos segundos que circulan en su esfera con un habilidoso tic-tac haciéndonos creer su perenne melodía. En aquel chozo, deambulan las palabras y los silencios convirtiéndose en el eco que aún resuena en nuestros oídos, ávidos de conquistar esos días donde la felicidad era patrimonio de nuestros corazones.

Nuestras aventuras y travesuras. Aquellas transparentes infancias vividas en ese lugar tan idóneo: Mi pueblo. Aroche. Un mundo al que pertenecemos y donde se forjaron los niños y hombres que hoy somos.

En mis tiempos de ausencia, los recuerdos me devoran, se estrechan profundamente con el pasado y aunque los quiera y los desee, irreversiblemente se fueron. ¡Quién pudiera no dormir tranquilo esta noche, porque mañana iremos a la Cueva de la Morera!




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