La mujer contrabandista en Aroche

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Años de la posguerra civil española. La hambruna arreciaba la zona y esa madrugada una mujer se encontraba cobijada bajo una encina intentando eludir la intensa lluvia y el ensordecedor ruido de la tormenta. Los relámpagos dibujaban en la noche sombras inhóspitas y diluviaba literalmente sobre el campo. A pesar de todo su empeño por mantener sus ropas secas le fue imposible porque el dichoso árbol estaba empapado y escupía agua por todas sus ramas.

Hacia ya varias horas que partió de su casa en busca del país vecino, Portugal. Su peregrinar por la sierra arochena se había convertido en un ritual donde la lucha por la supervivencia tomaba otros significados, donde la parte más íntima maternal busca y encuentra las fuerzas necesarias para llevar a cabo una de las únicas razones por las que seguir viviendo: Sus tres hijas y su marido. Si, porque ella tenía tres hijas y necesitaba alimentarlas. Su pobre marido, un enfermo crónico aquejado de bronquitis no podía hacer más que asistir impotente a esta delicada situación y morderse minuto tras minuto el alma y luego desistir en un arrebato de sentirse mucho y no ser nada. Llorar de rabia para luego alimentar la esperanza con esa mujer que tantos días era la salvación de sus seres más queridos.

El terreno por donde transitaba era totalmente abrupto; poblado de pinos, eucaliptos, jaras, brezos y una infinidad de obstáculos que convertían al paraje en bello para la vista, pero en un infierno para esta contrabandista que demandaba café en territorio lusitano para luego convertirlo en dinero. Eran tiempos austeros y en tales circunstancias sabía de los riesgos que ello conllevaba y los asumía con la confidencialidad y discreción que el asunto requería. Los movimientos debían ser discretos y sigilosos y hacer de la cautela una de las razones principales para no verse sorprendida por el sistema jurídico que ambos países sostenían. En fin, una lucha desigual que encontraron estas mujeres en las largas caminatas concurridas de pánico. El terror, visitante inesperado, siempre era fiel aliado de las continuas “escaramuzas” a las que se vieron obligadas por cualquier infortunio o simplemente porque la casualidad es así... Dicho de otro modo: El miedo no tiene cuerpo, pero tiene forma y aparece disfrazado con la máscara que se le antoje.

Era el momento previsto y el lugar donde había quedado con cuatro compañeras para seguir el trayecto y cruzar esa frontera imaginaria que en los mapas se representa como una raya sinuosa. El silencio se apoderó de ellas cuando a pocos metros de allí escucharon unos pasos, el corazón les palpitaba a una velocidad desmesurada y los instintos se multiplicaban con el efecto menos consolador que ellas hubieran deseado. Pasados unos instantes, nada que temer, pues se trataba de una piara de cabras que deambulaba de aquí para allá alertadas por las primeras luces del alba.

Los rayos de sol, la delatora e indiscreta luz del día. Atrás quedó la luna sumergida en la noche tormentosa para dar paso a un hermoso brillo acompañado por el trino de los pájaros. El silencio de sus labios camuflaba en las rejas de sus bocas el grito ahogado y desesperado de la pobreza. El contraste de la hermosura de la vida con la privilegiada naturaleza tomaba su esplendor allí mismo y no podían sentirse partícipes de aquel impresionante escenario porque eran “unas fuera de la ley”. Escondidas como fugitivas; rumiando recuerdos y pesares, saboreaban el amargo trago de café para digerir entre miradas cómplices las sonrisas ausentes de sus hijos. Había que esperar el retorno de la oscura noche, era tan peligroso adentrarse en la sierra a plena luz del día que podía dar al traste con todo el sacrificio y terminar con los huesos en el calabozo. Nada más fácil, nada tan insolente como la espera.

El mendrugo de pan era acompañado por un trozo de tocino rancio que apetitosamente devoraban para engañar al estómago y darle así una tregua a sus maltrechos y debilitados físicos. La escasez no daba para otra cosa y algunas podían sentirse dichosas de tener algún que otro arenque que compartir con la familia. Su laborioso “oficio” les permitía disfrutar de unos mínimos privilegios económicos que casi siempre se quedaban en: “Pan para hoy y hambre para mañana”.

La tarde se marchaba por el horizonte y a lo lejos se divisaban las casitas blancas de un pueblo portugués distante a dos kilómetros de donde se encontraban ellas. Toda la tensión acumulada en el día iba desapareciendo como si la noche fuese un hogar seguro y en él encontrasen el refugio perfecto donde esconder sus iras. Ataviada con ropas negras, de un luto intenso; caminaba una de las compañeras haciendo el negro más negro en la noche. El dolor, partícipe en los recuerdos de la mente humana, se aferraba al costado de esta mujer apretando sus garras y colmillos para darle fuerza y continuar caminando a sabiendas que su retorno nunca sería el mismo, ni nunca volvería a respirar esa felicidad que solo genera el amor pleno.

Llegaron a la puerta donde les estaba esperando una señora para abrirles con mucho cuidado y con el menor ruido posible. Todas pasaron hacia la pequeña estancia dispuestas a entregar su dinero, menos una de ellas que traía naranjas y varios artículos más para llevar a cabo el antiguo y famoso estraperlo. Cada cual introdujo en su mochila el café que le correspondía -casi todas llevaban mas de veinte kilos- y sin dilación alguna cargaron sus espaldas para emprender el regreso hacia Aroche. Días atrás tuvieron que desistir de comprar harina porque las habían engañado entregando ceniza de olivo mezclada con ella muy hábilmente. Debían de estar atentas y revisar concienzudamente todo el producto que transportaban para no caer en sorpresas desagradables. La harina, ingrediente esencial para fabricar el pan, había sido adulterada sin el menor escrúpulo aprovechándose de la necesidad imperativa que arrastraban estas señoras.

La vuelta resultaba complicada y llena de peligros porque al acecho podrían encontrarse los temidos guardiñas portugueses ya que estos en muchas ocasiones eran alertados por los mismos vendedores, ávidos de recompensa en forma de favores y “vista gorda”. Más de una tuvo que aguantar sus coqueteos y comentarios obscenos y perder su inversión además de la mercancía, antes que caer en la deshonrosa humillación pretendida por estos individuos.

El peso que tenían que cargar durante tanto tiempo mermaba mucho la capacidad de movimiento, a veces un pequeño desnivel se transformaba en una montaña, y debido a esos desfallecimientos la ruta se antojaba interminable. La desnutrición, el llanto sordo de sus interiores, todo era superado por el ambicioso esfuerzo de llegar a sus casas con algo que llevar a la boca de sus pequeños. Tal era el afán por conquistar el ansiado alimento que se jugaban el “pellejo” -como ellas mismas decían- para no dejar solos en el nido del hambre a los indefensos polluelos.

El país vecino les llenaba de dudas y desconfianza, bastantes rumores habían escuchado de cómo se las gastaban a la hora de que las hicieran presas. Eran llevadas a unas pequeñas celdas -con un olor insoportable a heces y orín- que se convertían en el yugo donde recibir tremendas palizas, vejaciones, interrogatorios que siempre terminaban con la culpabilidad de la inocente y muchos secretos que se guardaban por la vergüenza que supone el mal en la vida ajena.

La silueta de la mas joven de la cuadrilla delataba sus seis meses de embarazo con la consiguiente preocupación para sus acompañantes, que no escatimaban en ayudas y evitando en lo posible, cualquier esfuerzo extra que pudiera ocasionar un aborto indeseado en un lugar tan alejado de la civilización. Todo consejo era desoído porque sus problemas estaban más allá de su avanzado embarazo. Las demás asistían atónitas al empuje de esta mujer y al rechazo de que le tendieran una mano: La voluntad demostrada en el sufrimiento decía mucho de ella y al igual que su madre, maestra y licenciada en esto de la vida, le enseñó desde su niñez los valores más elementales para convertirse en una persona de bien.

Estaban muy cerca de su pretendida España, ese trozo de piel del mundo que se debatía entre la necesidad y el hambre, ese trozo de alma que más se ama cuando más daño te hace, que más te entristece cuando más alegría te quita.

Estaban rozando nuevos peligros que asistían impávidos al acecho de su presa. La frontera española estaba circundada por casas cuarteles rurales no muy lejanas unas de las otras y que eran habitadas por los conocidos carabineros. Estos se dedicaban de lleno al contrabando para intentar erradicarlo en lo posible y habían atesorado una cierta profesionalidad dada la confluencia de contrabandistas en el lugar.

Todas miraron a su alrededor y comprobaron que había luces de candil en un cortijo cercano. Los perros ladraban a lo lejos como si adivinasen la presencia humana. Los más temidos no eran ellos, sino sus primos los lobos que merodeaban por el lugar en busca de lo que dictase el dichoso apetito. Pocas veces habían atacado a una persona, pero se decía que nunca debían fiarse del instinto hambriento de esta fiera.

Lo peor que les podía ocurrir era cruzar la rivera del Chanza que rugía tenebrosamente ayudada por las últimas tormentas que habían dejado en ella un caudal que arrastraba tras de si todo lo que encontrase en su camino. Anduvieron metros y metros en busca de un vado donde el agua transmitiera menos violencia, les resultó imposible. Tendrían que esperar al día siguiente con la esperanza de que el temporal amainase y no sin problemas, pasar de una orilla a otra para sentirse a salvo de este obstáculo tan peligroso. Alguien ya perdió la vida sobre sus aguas y más de una mochila fue engullida por su cauce sin consideración alguna. No era la primera vez que vivían aquello, se resignaron y comprendieron que otra noche estaba perdida, otra noche menos que compartir al calor del hogar familiar.

Encendieron una lumbre lo más discreta posible y todas acercaron sus cuerpos para que el gélido frío no hiciese mella en sus sufridos cuerpos, durmieron profundamente hasta que una lechuza las despertó y les metió un buen susto. Maldijeron al inoportuno animal y ya no hubo quien pegara ojo.

Todo despejado, dijeron para sí las cinco mujeres. Volvieron a cargar sobre sus hombros la pesada mercancía y observaron como la rivera se tornaba más natural y menos agresiva, su paso no iba a ser tan complicado.

Ya en terruño arocheno, el pecho se desahogó y por un momento el corazón parecía que retornaba a su lugar de origen, esquivaron todas las posibles emboscadas intuyendo con sabiduría y dirigidas por ese instinto femenino que les hacía diferentes y dos segundos más rápidas que cualquier contrincante que les acechara. Los pies, vestidos con unas alpargatas en lamentable estado, parecían no caminar, eran diminutas figuras deslizándose a su antojo entre la frondosidad tupida de la sierra.

Podían alcanzar con la vista las tejas marrones y las fachadas encaladas de sus casas. La impaciencia, mala compañera de viaje se apoderaba del deseo. Pero no, atesoraban esa disciplina donde las prisas del retorno no pueden cegar a la razón, no cometerían errores estando tan cerca el objetivo. El esfuerzo debería obtener su recompensa, no entraba en sus planes saborear el amargo sabor del fracaso. Ni un paso en falso, las mayores calmaban los ánimos de las jóvenes aconsejándoles sabiamente. Se trataba de trabajar en equipo y hacer de todas una, y no desfallecer cuando sus hijos estaban tan cerca. Lo comprendieron al instante, la imprudencia nunca les sirvió de nada, callaron al unísono y esperaron con la calma exitosa de su lucha el momento oportuno.

Era la hora, lo supieron por los insistentes tañidos que provenían de la torre del campanario anunciando las cuatro de la madrugada. Se dividieron como antes habían planeado y comenzaron a escurrirse entre la maleza del campo como si formasen parte del entorno. Sus ojos brillaban en la oscuridad blancos de esperanza y risueños de cobijo. Les quedaba tan poco, que la respiración se aceleraba en busca de oxígeno ante un cielo límpido y estrellado que les regalaba la noche. No miraron para atrás, calculadamente se ofrecieron al destino conscientes del último paso. Ya no valía mirar hacia atrás. Se adentraron en las calles del pueblo y llegaron hasta el umbral que daba entrada a la casa de sus sueños.

La mujer que se cobijó debajo de aquella encina a causa de la tormenta, se dispuso a saltar la tapia del corral y entrar por la puerta trasera de la vivienda. Lo primero que hizo fue visitar la estrecha habitación donde un catre daba descanso a sus tres pequeñas, dormían placidamente, las miró pausadamente y las besó con la ternura inexplicable que solo una madre siente. Salió de la estancia y su marido le esperaba sentado al fuego de la chimenea con la tristeza oculta que guarda la mente en sus interiores, se abrazaron sin decir palabra alguna y con una mirada ansiada de regresos se dijeron un mundo.

Pasados varios minutos ella buscó el añejo horno de pan para esconder en sus dependencias el botín que les depararía alimento por unos días, allí los “registros” de los carabineros no meterían sus zarpas. Dada su fama de contrabandista era muy habitual que visitaran su casa para estos menesteres. Nunca encontraron nada, nunca sospecharon que en aquel pequeño habitáculo se encontrase la subsistencia de la familia. En días posteriores sería repartido el café con la ayuda de su hija mayor.

Era una tarde gris, lluviosa, las gotas de agua chapoteaban en los cristales de las ventanas, nos encontrábamos sentados en la mesa camilla saboreando el calor hermoso de sus enaguas. El vaso de café dormitaba en las rugosas manos de mi abuela esperando el sorbo inquieto de la vejez, yo miraba fijamente su expresión y denotaba en sus ojos el paso del tiempo clavado en las pupilas. Estaba perplejo por la fuerza que transmitían sus vivencias, no lo niego, se apoderó de mí esa realidad abstracta que nos dejan como herencia nuestros mayores. Sus palabras, tan reales como los hechos anteriormente citados en este relato, recorrían los rincones del salón creando una profunda nostalgia en la soledad de sus años; su gesto denotaba cansancio y de nuevo dejaba ante mí, la cicatriz abierta del ayer.

Quería transmitirme su intensa preocupación para que no se repitiesen los mismos errores que ellos cometieron en el pasado. Con ternura apretó mi mano y con una exquisita dulzura besó mi mejilla. Después, maestra de muchos de mis aprendizajes, me aconsejó con la sabiduría que atesoraban sus años y la lección aun perdura en mi persona, atrapada en el corazón para siempre.

Mi abuela -como tantas otras mujeres que dejaron su nombre en el anonimato- me enseñó que por encima de la pobreza está la lucha y la constancia. Que por encima de orgullos y prepotencias, están la humildad y la nobleza. Me enseñó que en la vida nada es fácil y por eso mismo nunca hay que desfallecer en el empeño. Sus enseñanzas, sinceramente, creo que fueron un pilar básico desde mi niñez. Sus vivencias, aprendidas en la universidad de su existencia, añadieron a mi carácter ese punto de madurez que todos necesitamos para crecer en el respeto y la honradez.

Sus enseñanzas, sus añoradas enseñanzas, caminan conmigo como compañeras inseparables.

Algunas de estas mujeres contrabandistas sin nombre, siguen susurrándoles al oído de sus nietos el cariño enorme que habita en sus pechos. Otras en cambio -como mi abuela- descansan eternamente al lado de los suyos en recompensa por el sufrimiento.






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